Querido Edmundo:
Llegaste un día a casa envuelto en pañales como regalo de bodas para L. Desde el primer día te quise por tu perfume embriagador. Cuando te desnudaron y te pusieron en el aparato ese que te mantenia sujeto admiré tus formas y tu aspecto apetitoso, y cuando JM empezó a darte sus torpes cuchilladas yo siempre estaba debajo esperando los descartes y los cachitos que, o bien a JM se le caían, o bien me tiraba cuando L. no miraba.
Al terminar de hacerte un destrozo, te subía a un altillo -un Himalaya para mí- y yo, estirando el cuello, seguía tu ascenso aspirando los últimos rastros de tu aroma.
Ahora que, magro y casi en los huesos, se precipita tu fin, te escribo esto, querido amigo, para decirte que yo, al menos, nunca te olvidaré
Tuya
por siempre
Quequi.
P.S.: Guau.
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